El gélido aire que acaricia mi cabello, limpio, recién lavado. Se revuelve entre las ondas creadas por la espuma. El aire acaricia mis mejillas, que cambian de color. ¡Qué frío! Y apenas ha entrado octubre. Hasta no hace mucho se veían lagartijas en los ladrillos de enfrente. Salamandras también. Hacía tanto calor. Ahora no. Esos ladrillos están ahora tan solos y fríos como yo. Y tan desnudos. Como mi alma.

El aire roza las hojas de los árboles, provocando su inminente movimiento. Suave. Sinuoso. Acompasado. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Pero el árbol central no se inmuta. Es el rey. ¿Cómo osa un componente tan abstracto como el aire intimidar las ramitas de tan enorme planta? Es gigante. Es el rey. Nadie lo enfrenta. Es el rey. Nadie lo desafía.

Y este frío… ¡buf! También entra a las viviendas. A mi habitación. Tengo la ventana abierta de par en par y los pies helados. Y veo las demás ventanas. Persianas semibajadas. Una luz interior que dice que hay vida. En otras no hay luz. La gente duerme. ¿A las once de la noche? ¿Un viernes? Quizá tengan que madrugar. Como yo. ¿Un sábado? Sí.

Y el aire se lleva ahora unas hojitas. Y unos cuantos restos de origen artificial. Y se va. Cierro los ojos. Se va. Cuando lo desea. Se va cuando lo desea. Yo también quiero hacer eso. Y se lleva las hojas secas de los árboles, respetando las jóvenes y emprendedoras. Yo también quiero. Quiero que el viento me posea de arriba abajo y me despoje de todas mis hojas secas. De mis deseos inútiles. De mis sueños moribundos. Quiero que suceda. Que el viento me arrebate mis hojas muertas. Que me arranque mis agujeros negros. Mis caprichosos deseos. Mis sueños imposibles. Y me deje sólo con los buenos deseos. Con los sueños audaces. Los emprendedores. Los que no son quimeras. Los que se cumplirán.

Foto: «Texturas», por Las Heras