Que sí, que no. Que no, que sí. El mundo te atraviesa de lado a lado y se detiene de repente. El tiempo ya no existe y las luces y las tinieblas se hacen una. El placer y la confusión convergen en una espiral de confianza y comodidad. Y ya no sé. No sé si tenerte o no tenerte. No sé si besarte o no besarte. No sé si… quererte. Con el alma confusa me encamino hacia la vida. “¿Pues no es eso?” —dicen— “Disfruta”. Y disfruto, disfruto cada vez que estoy contigo, porque nadie me había llegado tan profundo sin enamorarme. Porque no solía creer en conexiones espirituales, en amigos que se acuestan, en… ¿almas gemelas?

No lo sé. No lo sé. Con el alma confusa, me pierdo. Nunca me había sentido tan bien con alguien. No ese bien loco y perdido que escala a la cima de la montaña de la pasión y el falso amor y, tan pronto como llega, se desploma hacia el abismo de la decepción y el desamor. No, no ese bien. Un bien tranquilo y ardiente. Un bien repleto de una pasión desenfrenada que interrumpe una cena… y un desayuno. Un bien sosegado que se deleita con un café a media tarde y sale a pasear. Un bien que habla y se desahoga, que abraza, que besa, que siente calor.

Un bien que agarro del brazo y aprieto. Que no quiero perder. No sentirte una mierda. Ese bien. Sentirte valorada. Ese bien. Sentirte apreciada. Ese bien. No se necesitan flores, ni regalos, ni te quieros. Un bien de amistad extraña que nadie sabe etiquetar. Y todos quieren etiquetar. ¿Y qué más da? Si mientras la luna brille y el cielo se ilumine; mientras el sol nos ciegue en sus días más intensos; mientras los ríos fluyan y nosotros respiremos… la vida sigue y está para vivirla. Sin etiquetas. Degustando lentamente cada sorbo que nos ofrece. Sin prisas.