Lo sabía. Sabía que pasaría. Desde el principio, desde el inicio, desde que lo vi empezar. Lo sabía, y accedí, consciente e inconsciente a la mitad. Pero lo sabía. Siempre, es lo de siempre, la historia de nunca acabar. Mi corazón se oculta entre los muros de su castillo para evitar al visitante que vendrá, consciente en su realidad. Pero al final, cede y asoma su carita para dejarse ver un poco más, inconsciente, sin pensar. Y precisamente ahí, en ese momento crucial, otra vez aquella tempestad. No puede ser, siempre igual. ¿Por qué? ¿Qué tengo tan mal? ¿Por qué no? ¿Cuál es mi error vital? Mi error constante, que siempre me hace fallar. De verdad, ¿qué tengo tan mal?
Otra vez. A la luz de la luna, me vuelvo a prometer, una vez más, que no volverá a pasar. Nunca, nunca más. Pero la vida está para disfrutar, vivir y arriesgarse, o eso dicen, ¿verdad? Entregarse entera, sin pensar, sin mirar atrás, y luego sufrir y arrastrar la cicatriz en lo más profundo del alma, hasta el final. Sí, sí, suena muy bonito, pero es verdad, la vida es eso y nada más. Sin embargo, en momentos como este, mi fuerza se echa hacia atrás y solo pienso en el alcohol que curará mi herida y la desinfectará. En esconderme y ocultarme, sola en mi castillo de cristal.
Y ya está, ya estará, y todo volverá a empezar. Porque la vida es una rueda que gira y gira sin parar, no se detiene y no te da ni un segundo para respirar. Toma decisiones ya, rápido, no te pares a pensar. Y acabas agotada, tirada en el centro de esa rueda que gira y gira sin parar. Y es tal vez el mejor lugar para reflexionar, pensar en lo que quieres y lo que querrás, y ya está. De momento, una vez más, yo me quedo aquí, encerrada, en mi castillo de cristal.