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Se ha dicho muchas veces que la esclavitud es mucho más fácil que la libertad, especialmente con el moderno concepto de esclavitud. Sí, ya deberíamos saberlo. Nuestra sociedad es esclava, y cuanto antes lo aceptemos, mejor. Como decía Noam Chomsky, nos marcan los límites entre los que nos podemos expresar “libremente” (podemos hablar de tal o cual tema), pero si los traspasamos, ya empezamos a suponer un peligro para este sistema que nos hace creer libres, y ya empieza a etiquetarnos como “antisistema” en el mejor de los casos y “terroristas” en el peor.

Pero esta falsa libertad no solo ocurre en el libre pensamiento, sino también en los demás ámbitos de la vida. Nos creemos libres porque podemos ir de un lado a otro sin que nadie nos diga nada, trabajamos “en lo que queremos” (también falso en la mayoría de los casos) de manera automática para ganar un dinero que debemos gastar en consumir, en ocasiones productos o servicios que no deberían costar dinero al ser de primera necesidad y, sin embargo, tenemos interiorizado que es lo más normal del mundo. El consumismo es la base de todo, un consumismo voraz que nos hace creer libres porque podemos elegir qué marca nos gusta más o si queremos adquirir o no un producto. Un consumismo que nos aliena del rasgo más importante que caracteriza al ser humano y que, en teoría, nos ha hecho llegar adonde estamos: el pensamiento, la razón, la reflexión. A través de estas falsas necesidades caemos en las garras de la esclavitud. Incluso en el caso de que no lo hagamos, el sistema está diseñado de tal manera que ser libre (con todo lo que ello implica) es imposible o realmente difícil. El sistema solo ofrece dos opciones: o nos arrastra o nos aplasta.

Conseguir la libertad real es harto difícil en esta sociedad, por no decir imposible. Solo hay que ver cómo se trata y califica a las personas que huyen de esos deberes básicos, como “trabajar por dinero” o evitan el consumismo en la medida de lo posible: personas “idealistas y utópicas” en el mejor de los casos, “locas y peligrosas” en el peor, en el caso de que se rebelen de una manera más enérgica. Sin embargo, aunque consiguiéramos la libertad real, como han señalado múltiples autores y autoras, pensar que es fácil es un error. No hay nada más difícil que ser libre, porque acarrea enormes responsabilidades y un sentido de la ética que ni todo el mundo tiene ni, lo que es peor, no todo el mundo desea tener. La responsabilidad es algo de lo que se huye habitualmente, y no me refiero al sentido que le da el sistema, especialmente aplicado al mundo laboral, sino a la responsabilidad real, a saber qué está bien y qué está mal, a saber discernir lo moralmente correcto de lo incorrecto. En muchas ocasiones es subjetivo, por ello precisamente no es fácil y no es de extrañar que la mayor parte de la sociedad prefiera alienarse ante la sola idea de tener que asumir semejante responsabilidad. Todo esto, claro está, de manera inconsciente.

Ante la pregunta “¿te gustaría ser libre?”, hay personas que se aventuran a afirmar que ya lo son y, sin duda, cualquiera responde automáticamente que sí le gustaría. Las primeras responden ignorando todo lo explicado anteriormente, esa falsa libertad en la que creemos vivir. Las segundas respondemos directamente sin pensar en lo que ello significa, en la enorme reflexión continua que implicaría ser libre de verdad, en una sociedad sin clases, sin capitalismo y gestionada únicamente por los seres humanos de igual a igual y con la vida y la sostenibilidad en el centro de todo. Sería una sociedad a priori muy vulnerable ante la corrupción inherente al ser humano que ha criado este sistema. Por eso parece imposible conseguirla, porque nadie es capaz de imaginarla lejos de esos valores para los que nos han educado: individualismo y competitividad. Pensamos que todo el mundo haría trampas sin el control de un Estado o unas fuerzas de seguridad, en definitiva, un ente superior (como si este ente no fuera de por sí corrupto o no estuviera liderado por otros seres humanos también vulnerables a la corrupción).

Entonces, ¿qué debe ir antes? ¿La educación para cambiar los valores de toda la sociedad o la transformación total y destrucción de este sistema que está aniquilando tanto el planeta como pueblos enteros? ¿Una cosa conllevaría directamente la otra? ¿Qué será antes: el huevo o la gallina? ¿Es posible educar a toda la sociedad con esos valores positivos y solidarios en medio de un sistema de individualismo salvaje y consumismo voraz que hace lo posible por destruir esos valores e impone los suyos a través de todos los medios a su alcance, incluyendo la educación, el trabajo, los medios y la publicidad? ¿Es posible derribar el sistema sin que esos valores positivos hayan sido asimilados previamente? Desgraciadamente, sigue sin haber respuesta. Pero lo que debemos tener claro es que ser completamente libres conllevará un esfuerzo individual y colectivo inmenso e incesante y tendremos que desaprender todo lo aprendido e interiorizado desde que nacimos. Sin duda, un trabajo muy complicado y para el cual debemos contar con las nuevas generaciones, intentar liberarlas de todos los prejuicios y valores dañinos de los que las nuestras han sido víctimas. Pero, por otro lado, si conseguimos eso, ya sea antes o después de derribar el sistema, las ventajas que traerá consigo la verdadera libertad, con toda su responsabilidad, serán infinitamente superiores a cualquier esfuerzo que debamos hacer. Tanto para la humanidad como para el planeta, merecerá la pena.