Favelas

El pasado 6 de mayo, la favela Jacarezinho de Río de Janeiro sufrió una operación policial que acabó con la vida de 28 personas, la cifra más alta desde 2016, a pesar de que la Justicia brasileña prohibió las redadas en las favelas debido a la pandemia. A esta violencia policial sistemática se une el discurso de odio de muchos políticos de extrema derecha y que la población general parece haber asumido. ¿Es la lucha contra las drogas un pretexto para acabar con la población pobre?

A pesar de la prohibición del Tribunal Supremo en junio de 2020, aquel 6 de mayo, la policía entró en la favela Jacarezinho, con unos 40.000 habitantes, según su versión, tras recibir informes sobre narcotraficantes que reclutaban niños. Esta es una realidad de sobra conocida, como explicó al diario O Dia el profesor de sociología Ignacio Cano, del Laboratorio de Análisis de la Violencia de la Universidad Estatal de Río: “Decir que los narcotraficantes reclutan a niños y adolescentes para traficar con drogas es casi ridículo, porque todos saben que estas pandillas tienen menores que trabajan para ellos”. Y añadió: “Decir que vas a lanzar una redada masiva porque has descubierto que los traficantes reclutan niños es una broma”.

Silvia Ramos, coordinadora de la Red de Observatorios de Seguridad Pública, tiene claro que se trató de “una operación mal planificada y, con un policía muerto, se convirtió en una operación de venganza. ¿Quiénes son los muertos? Jóvenes negros. Y por eso la policía habla de 24 sospechosos. Basta ser joven, negro y habitante de una favela para convertirse en sospechoso”, explicó a la agencia AFP. De hecho, tras la operación, la propia población de la favela salió a protestar por la actuación policial. ¿Por qué alguien protestaría contra quien se supone que le protege de las bandas de narcotraficantes, que asesinan y secuestran?

La población de las favelas

Antes de responder a esa pregunta, es imprescindible comprender qué tipo de personas viven en las favelas, ya que a menudo tendemos a verlas como un grupo homogéneo, algo que solo beneficia a quienes quieren deshumanizarlas. Las favelas surgieron entre los años 40 y 80, con la llegada de gente trabajadora que buscaba mejores oportunidades. Al carecer de un techo, construyeron sus propias casas en las laderas de las montañas.

Como explicaba en el programa El gran quilombo (Radio 3) Zeus Moreno, profesor de Historia y cultura de los pueblos indígenas y afrobrasileños en la Universidad del Estado de Paraná, la población de estos asentamientos es humilde y trabajadora, pero, al ser lugares ajenos a la acción del Ayuntamiento debido a que se habían autoconstruido, el crimen organizado campa a sus anchas —concretamente, Jacarezinho está tomada por el grupo criminal Comando Vermelho, uno de los más importantes del país—. De hecho, es tal el abandono que hasta la llegada al poder del presidente Luiz Inácio Lula da Silva en 2003 los habitantes de las favelas no existían para las autoridades, ni siquiera tenían dirección postal, así que no podían votar. Por todo esto, las personas que viven en las favelas están a merced de todo tipo de irregularidades. Entre otras cosas, la situación es permanentemente inestable, ya no solo por los asesinatos, secuestros y operaciones policiales, sino porque, por ejemplo, cada vez que hay una redada, las escuelas se cierran, con el perjuicio que ello genera en la infancia.

Protesta “Em favor da vida” en el Complexo da Maré en 2015, contra la ocupación policial del barrio. Foto: Mídia NINJA

Sin embargo, la población está organizada en torno a asociaciones de vecinos, cuyo presidente hace las veces de alcalde del asentamiento. Como explicaba también Zeus Moreno, “se organizan, hacen sus demandas al poder público para que abran alguna escuela o algún centro de actividades para los niños, algo muy importante, para que tengan algún sitio donde hacer talleres, jugar a fútbol, etc.”. Eso sí, “las asociaciones no se meten en el terreno del crimen organizado”, añade Zeus, “cada uno va a lo suyo”. Además, en la actual pandemia, fueron los propios vecinos quienes actuaron desde el principio para evitar la expansión del virus en unas zonas tan hacinadas. Por ejemplo, en los primeros meses, la Unión de Residentes y Comercio de Paraisópolis, en la favela homónima de São Paulo, de unos 100.000 habitantes, creó un mapa de la ciudad y diferentes personas voluntarias se encargaban de vigilar cada una, llamando a una ambulancia si era necesario. Sin embargo, muchos servicios de emergencias no van a las favelas, así que, gracias al micromecenazgo y donaciones, esta asociación también alquiló tres ambulancias y contrató médicos, con una nula colaboración por parte de las autoridades.

Por otro lado, en Maré, un conjunto de 16 favelas con 140.000 habitantes en Río de Janeiro, la ONG local Redes da Maré creó un sistema de visitas a domicilio para proporcionar atención médica, comida y kits de limpieza a las personas contagiadas. Esto es importante porque, con el cierre general de los comercios durante la pandemia, la situación de vulnerabilidad se hizo aún más extrema para quienes en situación de normalidad tampoco tenían casi nada.

Las operaciones policiales en las favelas

Es necesario saber que Río de Janeiro es la ciudad de Brasil con el mayor porcentaje de personas que viven en barrios marginales, un 22%. Esto supone 1,3 millones de personas, el 70% de ellas negras. La operación policial el pasado 6 de mayo en Jacarezinho, en la zona norte de la ciudad, convirtió las calles en un campo de batalla, incluso con helicópteros sobrevolando las casas. Según relató un líder comunitario a la agencia AFP, muchos residentes encontraron personas muertas en terrazas y callejuelas y vieron que la policía cargaba muchos cuerpos en un camión blindado. Por si fuera poco, diversas ONG defensoras de los derechos humanos comprobaron junto a las familias varias casas que fueron allanadas violentamente por los agentes sin ninguna orden y encontraron rastros de sangre. Además, la policía disparó dentro de las casas contra personas que se habían rendido.

Según el Instituto Fogo Cruzado, en lo que llevamos de 2021 se han registrado más de 30 masacres en las que tres o más personas fueron asesinadas a tiros solo en la región metropolitana de Río, con más de 139 muertes en estas circunstancias. De hecho, es tal el número de redadas que existe una aplicación también llamada Fogo Cruzado que sirve a los habitantes para saber dónde se están produciendo con el fin de esquivarlas. Además, según datos del Instituto de Seguridad Pública del Estado, entre enero y julio de 2019, la policía fue responsable de casi un tercio de las muertes violentas en Río de Janeiro, es decir, cualquier muerte no accidental ni natural.

Las acciones como las de Jacarezinho son habituales y el miedo a ejecuciones extrajudiciales es generalizado, como explicó a la BBC la parlamentaria Renata Souza: “Hay operaciones en las que los asesinatos son indiscriminados… Estas son masacres cometidas por el Estado”. Por supuesto, como ya se ha dicho, además de los asesinatos a los que se refiere Souza, las acciones incluyen allanamiento de hogares sin ningún tipo de orden judicial, tiroteos desde helicópteros y múltiples violaciones de derechos humanos. La mayoría de veces, quienes mueren son personas inocentes, como es el caso de Jean Rodrigo da Silva Aldrovande, que conmocionó a toda su comunidad, el profesor de jiu-jitsu que fue asesinado en 2019 de un tiro en la cabeza tras aparcar su coche junto al complejo donde trabajaba.

O el caso de cualquier menor, como Vanessa Vitória dos Santos, una niña de 10 años asesinada en 2017 de un tiro en la cabeza dentro de su propia casa cuando volvía de la escuela. Rebecca Beatriz Rodrigues Santos (7 años) y Emilly Victoria da Silva Moreira Santos (4 años) fueron disparadas en 2020 mientras jugaban frente a su casa. Los datos son terribles. Según la organización de Río de Paz, solo en 2020, 12 niños y niñas menores de 14 años murieron en operaciones policiales en el estado de Río de Janeiro. Pero, sin duda, lo peor es que estos casos rara vez llegan a resolverse una vez denunciados, y las amenazas a las familias son habituales. Leandro Monteiro de Matos, padre de Vanessa, confiesa tener miedo por su insistencia en que se haga justicia por la muerte de su hija. Incluso quienes participan en el mundo político han sufrido estas amenazas y, en algunas ocasiones, han sido asesinadas, como fue el caso de la concejala de Río de Janeiro Marielle Franco, también defensora de los derechos humanos que luchaba por el empoderamiento de las mujeres negras de las favelas. Recibió cuatro tiros en la cabeza en marzo de 2018 y aún hoy no se ha hecho justicia.

Marielle Franco, defensora de derechos humanos asesinada en 2018 por su labor. Foto: Mídia NINJA

Tal y como explicó el profesor Zeus Moreno, estas favelas no tienen casi momentos de paz. El 95% de su población sufre estas operaciones y “cuando entra la policía, lo hace disparando, a diferencia de cuando entran en barrios de clase media o de lujo. Incluso hay policías que luego ocupan el lugar de criminales, como ocurrió tras los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. La policía se jactó de haber echado a los traficantes y haber ‘pacificado’ varias favelas, pero, al echar a los traficantes, entraron policías corruptos y hacen el mismo trabajo que ellos”. De hecho, entre la población existe también una importante preocupación por los violentos grupos paramilitares formados por policías activos y retirados, conocidos como milicias.

Por supuesto, existen múltiples denuncias de violencia policial y muy pocas han logrado llegar a término y tener alguna consecuencia, en ningún caso trascendente. Tras todo esto, no es difícil entender que la población proteste contra la acción policial. Las bandas de narcotraficantes cometen crímenes, pero se supone que las fuerzas del orden deben velar por la población, no asesinarla. En el siguiente apartado comprenderemos mejor por qué esto no ocurre.

La importancia del discurso de odio

Los habitantes de las favelas siempre han sido vistos con malos ojos por el propio pueblo y por las autoridades de Brasil, aunque haya habido progresos. Aun así, como decíamos anteriormente, es cierto que hasta la llegada de Lula da Silva al gobierno de Brasil, quienes habitan las favelas ni siquiera podían votar, no existían de cara a las autoridades. La sucesora de Lula en el poder en 2011, Dilma Rousseff, continuó con estas políticas, llevando servicios sociales a los lugares más necesitados y también presencia policial. Antes de la Copa Mundial de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016, parecía que las cosas podían cambiar. Sin embargo, cuando la crisis económica azotó Brasil en 2014, el presupuesto destinado a estos programas prácticamente desapareció y, con él, aquellas esperanzas de mejora.

Entonces, en 2019 llegó al poder Jair Bolsonaro, con una ideología política de extrema derecha, incluso enalteciendo la dictadura militar que sufrió Brasil entre 1964 y 1985. Además, defendía sin tapujos la tortura como práctica legítima y, como era de esperar, despreciaba públicamente a las personas homosexuales. Con su gobierno se ha extendido un discurso repleto de racismo y aporofobia hacia los habitantes de las favelas. Y lo peor es que gran parte de la población ha asumido ese discurso y, como de costumbre, se ha colocado a la población más vulnerable en la diana.

Pero Jair Bolsonaro no está solo, ya que a su alrededor hay una red de políticos que, al igual que él, buscan acabar con las personas humildes de los asentamientos. Uno de ellos es Wilson Witzel, exjuez e infante de marina que además fue gobernador del estado de Río de Janeiro hasta agosto de 2020. De hecho, unos días después de ser elegido, hizo unas declaraciones atroces, asegurando que se masacraría a cualquiera que fuera atrapado con un rifle, añadiendo: “¡Apunten a sus cabecitas y disparen! Así no habrá ningún error”.

Según datos de la Rede de Observatórios de Segurança, solo entre enero y junio de 2019, ya bajo el mandato de Witzel, las redadas policiales en el área metropolitana de Río aumentaron un 42% y entre enero y julio del mismo año murieron 1.075 personas, unas cinco al día, a causa de las operaciones policiales. El exgobernador también declaró en una ocasión en que explicaba su programa de seguridad que “en otras partes del mundo se nos permitiría lanzar un misil [sobre las favelas] y hacer explotar [a los sospechosos]”. Además, nunca ocultó su deseo de colocar francotiradores en la ciudad. Por supuesto, Witzel defendía junto al presidente una ley que eximiera a los policías de cualquier cargo si mataban en acto de servicio. “Un policía que no mata no es un policía”, dijo Bolsonaro en una ocasión, quien también ha intentado promover la posesión de armas a los “ciudadanos de bien” para que “puedan defenderse”.

El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, junto al entonces gobernador del Estado de Río de Janeiro, Wilson Witzel, en 2019. Foto: Marcos Corrêa/PR

Otra de las voces que respaldan el programa de eliminación sistemática de la población vulnerable de Bolsonaro es el sargento de la policía federal Gilson Cardoso Fahur, más conocido como Sargento Fahur, que fue elegido como diputado federal del Estado de Paraná con el mayor número de votos, 314.963. Según explica el profesor Zeus Moreno, “aparece constantemente en los programas de televisión amarillos que hablan del crimen y de los asesinatos. Algunas frases suyas sirven para ver no solo la mentalidad de la mayoría de la policía, sino de la mayoría de la población”. De la boca de Fahur salieron estas palabras: “El bandido bueno es el bandido muerto”. O: “Estoy a favor de reintegrar a los criminales en la sociedad: los órganos, para donación; el esqueleto, para medicina; y lo que sobre, para abono para las plantas”. Pero seguramente lo peor de este discurso es que ha calado en la población, entre la que, como también explicaba Moreno, se escuchan frases como esta: “Los derechos humanos son para los humanos derechos”.

La “guerra contra las drogas”

Al igual que en otros países ocurre con el terrorismo y también con las drogas, la lucha contra las bandas de narcotraficantes brinda al gobierno brasileño un pretexto perfecto para someter e incluso hacer desaparecer a la población humilde del país, en este caso la que vive en las favelas, donde mucha gente pierde la vida por ese extraño concepto de “balas perdidas”. En 2006, Brasil aprobó una ley contra las drogas que lo único que consiguió fue aumentar la población carcelaria, nada más y nada menos que un 707% hasta la actualidad. Pero el 50% de las personas condenadas apenas llevaban como máximo 100 gramos de marihuana o 50 de cocaína en el momento de su detención. En estas circunstancias, en muchas ocasiones es difícil diferenciar quién es usuario y quién traficante, pero la policía no hace distinciones. Por supuesto, el perfil de las personas detenidas, igual que el de la mayoría de asesinadas, es un joven de piel oscura o negra, de clase baja, desempleado y que vive en una favela.

El Presidio Central de Porto Alegre tiene una capacidad de 1.905 personas, pero en septiembre de 2015 contaba con 4.193, la mitad, condenadas por tráfico de drogas, y la mayoría de estas, por poca cantidad. Foto: Bernardo Jardim Ribeiro/Sul21

Aun en esa terrible situación, al menos habría un rayo de esperanza si la cárcel estuviera destinada a la reinserción, pero no es así. Como explica Zeus Moreno, “la prisión agrava la exclusión económica y racial, e implica, para algunos, colocar a todos los indeseables juntos, pero en realidad fomenta la marginalización. Por pequeñas cantidades de drogas, se aprisiona a la juventud que no tiene presente económico y avanza hacia un futuro dentro de una organización criminal. Con esta actitud de represión solo se consigue que las facciones criminales generen aún más soldados armados”.

No solo Brasil está inmerso en esta “guerra contra las drogas” que permite impunemente el asesinato de personas pobres. También México o Colombia la sufren. Sin embargo, a la hora de la verdad, el gobierno y las bandas de narcotraficantes se reparten el pastel. En el caso de Brasil, en 2006 el Primer Comando de la Capital, una de las principales organizaciones criminales del país, llevó a cabo varios atentados contra comisarías para que sus líderes no fueran trasladados a una prisión de máxima seguridad desde la que no pudieran dirigir el crimen. El Gobierno se reunió con la organización y llegaron a un acuerdo. En palabras de Zeus Moreno, “el índice de criminalidad bajó y la policía se colgó la medalla. Pero fue la organización la que estableció unas normas: nos dedicamos a lo nuestro, tráfico de drogas y de armas principalmente, no asesinamos ni robamos en estos lugares. Es decir, es la propia facción criminal la que controla el crimen”.

En definitiva, en un país donde el gobierno y el narcotráfico están tan unidos, es difícil predecir el camino a seguir. Moreno lo tiene claro: “[Una de las claves] está en la legalización de las drogas. Uruguay ya legalizó la marihuana. Estados Unidos, tras la guerra contra las drogas, también va legalizándola”. Por supuesto, hay mucho más por hacer, en primer lugar, acabar con el discurso de odio que provoca que la gente de a pie odie a las personas más humildes, la aporofobia. Y, por supuesto, descabezar el crimen organizado —cuyos líderes no viven en favelas—, con todas las ramificaciones que tenga, incluidos el gobierno y la policía. Pero, sin duda, lo urgente es tomar medidas —también desde la presión internacional— para conseguir que las masacres indiscriminadas en las favelas, como la de Jacarezinho, no queden impunes.

Imagen principal: Favelas en Río de Janeiro. Foto: Armando Lobos

Artículo original en Nueva Revolución el 26/05/2021.