Desde septiembre de 2019, cinco meses después del golpe de Estado militar, y hasta la actualidad, la población civil sudanesa llena las calles a pesar del brutal uso de la fuerza por parte del ejército.
Tras el desastre y la inhumanidad de las autoridades en el salto de la valla de Melilla, se ha conocido que muchas de las personas que intentaron saltar o saltaron procedían de Sudán. La situación del país ha empeorado más, si cabe, tras el golpe de Estado de octubre de 2021. Desde entonces, al menos 113 personas han muerto en las protestas contra el gobierno y las vulneraciones de derechos humanos están a la orden del día.
Desde la UE, el Alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, ha calificado el uso excesivo de la fuerza sobre manifestantes pacíficos de «totalmente inaceptable». También ha destacado que esta actuación demuestra «que las autoridades militares no están dispuestas a crear un ambiente propicio para el diálogo. […] Es hora de escuchar a los cientos y miles de sudaneses que quieren libertad, paz y justicia para todos».
Por su parte, la alta comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, Michelle Bachelet, ha dicho estar alarmada por el asesinato de al menos nueve personas, entre ellas un menor de 15 años, a manos de las fuerzas de seguridad. Y, como de costumbre, ha hecho un llamamiento a las autoridades sudanesas para que respeten los derechos básicos de reunión y protesta pacífica y les ha reiterado «que la fuerza debe usarse solo cuando sea estrictamente necesario y en pleno cumplimiento de los principios de legalidad, necesidad, precaución y proporcionalidad».
Con todo esto, cualquiera esperaría que la UE y la OTAN, con cientos de personas intentando atravesar su frontera sur huyendo de todo esto y, por lo tanto, viendo su «seguridad» amenazada, decidieran tomar medidas contra las autoridades sudanesas y obligarlas a acatar los derechos humanos y respetar a su pueblo. Pero, como de costumbre, el único interés que África suscita en los países europeos y norteamericanos es económico, con cientos de empresas que explotan sus recursos y propician y apoyan golpes de Estado y la corrupción. Pero también propagandístico, ya que siempre está bien tener personas inocentes y vulnerables a las que culpar cuando a ellos se les ve demasiado el plumero o sus crímenes salen a la luz en todo su esplendor.
Pero el objetivo de este artículo es conocer mejor qué ocurre en Sudán. Solo así podemos comprender de qué huyen esas personas y recuperar la humanidad que nuestros políticos y organizaciones terroristas como la OTAN han hecho trizas y nos arrancan sin miramientos.
De guerra en guerra, como los ricos
Al igual que ocurre con muchos países africanos, Sudán es muy rico en recursos naturales como el petróleo y el algodón, sus principales exportaciones. De hecho, su economía está creciendo rápidamente, aunque esa riqueza no repercute en el pueblo, algo muy común. Pero por ella, como muchos de sus vecinos, desde su independencia Sudán se ha visto envuelta en continuas guerras producto también de los conflictos étnicos y religiosos espoleados a su vez por aquellos a quienes interesa la inestabilidad para poder seguir lucrándose en medio del caos. Cuando hablamos de países africanos, nunca hay que olvidar que el reparto del territorio y las líneas fronterizas que impusieron las potencias europeas no hicieron más que agravar los conflictos ya existentes entre tribus y etnias al no tener en cuenta esta diversidad y sus relaciones previas.
En 1956, Sudán se independizó de Egipto y Reino Unido. Un año antes había comenzado la Primera Guerra Civil Sudanesa, que se prolongaría hasta 1972 y que enfrentó al norte y al sur. Entre otras causas, el Imperio Británico tuvo mucho que ver aquí. Hasta 1946 había administrado ambas regiones por separado, pero entonces decidió hacerlo como una sola región, al igual que había hecho en Oriente Medio, con las consecuencias de sobra conocidas en Palestina, por ejemplo. La población del sur temía verse sometida al poder del norte cuando precisamente buscaba más autonomía. No hay que olvidar que en el sur vivían principalmente personas cristianas y animistas y se consideraban subsaharianas, mientras que las del norte eran musulmanas y se consideraban culturalmente árabes.
La larga y trágica sombra de Darfur
Tras esta guerra se sucedieron una serie de conflictos étnicos, religiosos y económicos que abrieron la puerta a la Segunda Guerra Civil Sudanesa (1983-2005). En este contexto se produjo en 1989 el golpe de Estado por parte de Omar Hassan Ahmad al-Bashir, que se autoproclamó presidente en 1993 y permaneció en el poder casi 30 años, hasta 2019. También tuvo lugar en esta segunda guerra civil uno de los conflictos desgraciadamente más conocidos, el de Darfur. Comenzó oficialmente el 26 de febrero de 2003, aunque diferentes fuentes y cronistas afirman que comenzó antes, como Julie Flint y Alex de Waal, que aseguran que la rebelión empezó el 21 de julio de 2001. A diferencia de otros enfrentamientos donde la religión es el principal motivo, en Darfur la causa fue puramente étnica y racial, ya que ambos bandos enfrentados eran musulmanes. Pero los milicianos yanyauid, miembros de tribus baggara —beduinos nómadas y ganaderos—, eran culturalmente árabes y se enfrentaban a los pueblos no baggaras, negros y principalmente agricultores.
Darfur se caracterizó por una crueldad inusitada, tanto que se llegó a acusar de genocidio a los yanyauid y se comparó con el genocidio de Ruanda de 1994, algo que, obviamente, el gobierno sudanés negó rotundamente. Pero lo que observadores independientes relataron en sus informes es atroz. Entre otras cosas, mutilaciones y asesinatos de no combatientes, incluso niños y niñas. Además, la organización International Crisis Group alertó en 2004 de que más de 350.000 personas estaban en riesgo de morir por hambre y enfermedades.
Por su parte, como de costumbre, las mujeres y niñas se convirtieron en botín de guerra y en un arma para humillar, castigar y controlar a comunidades enteras. En mayo de 2004, un grupo de investigación de Amnistía Internacional recabó información en Chad —donde decenas de miles de personas buscaron refugio— sobre la violencia contra las mujeres en Darfur y recopiló los testimonios de 250 mujeres que habían sido violadas. Sus informes, junto a los de otras organizaciones, la ONU y periodistas independientes dejaron claro que la violencia sexual fue generalizada y se utilizó como arma también para desplazar y atemorizar a las mujeres.
A día de hoy sigue sin conocerse la cifra de personas asesinadas, muertas por inanición y enfermedades o desplazadas, sobre todo porque el gobierno sudanés sigue poniendo trabas a periodistas e investigadores que quieren saber más. Un informe del Parlamento Británico hablaba de 300.000 personas fallecidas, pero hay estimaciones mayores. En 2005, el Subsecretario General de Naciones Unidas para Asuntos Humanitarios, Jan Egeland, habló de unas 10.000 muertes cada mes —sin contar las producidas por violencia étnica— y más de dos millones de personas desplazadas. Pero la cifra de muertes que más se ha reconocido es la aportada por la Coalición para la Justicia Internacional en abril de 2005, que hablaba de 400.000 personas muertas.
La ONU envió diferentes misiones a lo largo de los años y en 2006 se firmaron unos acuerdos de paz en Abuya (Nigeria), pero los combates siguieron. Por su parte, en 2009 y 2010 la Corte Penal Internacional emitió órdenes de arresto contra Omar al-Bashir por genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra, por haber apoyado presuntamente a las milicias árabes yanyauid.
El golpe de Estado de 2019
Ya en 2011, se llevó a cabo un referéndum en la región sur y el 9 de julio de ese mismo año Sudán del Sur se declaró independiente. Así llegamos al 11 de abril de 2019, cuando el ejército sudanés dio un golpe de Estado contra Omar al-Bashir, quien había hecho y deshecho a su antojo durante sus casi 30 años en el poder. Unos años que, por otra parte, y excepto episodios incómodos como Darfur, habían resultado convenientes a la comunidad internacional, que jamás tomó cartas en el asunto a excepción de esas misiones contadas de la ONU y palabras vacías.
Así, en 2019 la llamada junta militar provisional impuso una dictadura y suspendió la Constitución, aunque prometió convocar elecciones en dos años. Por supuesto, esto no ocurrió. Aunque Abdalla Hamdok ocupó el cargo de primer ministro en la transición, en septiembre de 2021 el ejército intentó dar un golpe de Estado sobre su propio golpe, pero Hamdok se negó a apoyarlo. El 25 de octubre, tras un nuevo golpe, fue arrestado y trasladado a un lugar desconocido. Al día siguiente fue liberado y unas semanas después regresó a su cargo firmando un acuerdo con la junta militar. Sin embargo, renunció el 2 de enero de 2022 al verse incapaz de formar un gobierno civil y de frenar la violenta represión contra las manifestaciones.
Protestas en las calles
Desde septiembre de 2019, cinco meses después del golpe de Estado militar, y hasta la actualidad, la población civil sudanesa llena las calles a pesar del brutal uso de la fuerza por parte del ejército. Protestan contra las autoridades militares y por el asesinato de civiles, pero también por los efectos tóxicos del cianuro y el mercurio de la extracción de oro en los estados Norte y Kordofán del Sur, entre otras cosas. Estas protestas son la continuación de la conocida como Revolución Sudanesa, que empezó en diciembre de 2018 contra Omar al-Bashir debido al aumento de precios de los productos básicos. El gobierno había comenzado a implementar las mal llamadas medidas de austeridad propuestas por el siempre sangrante Fondo Monetario Internacional (FMI), incluida la devaluación de la moneda y la eliminación de subsidios al trigo y la electricidad.
La brutal represión llevó incluso a la ONU a retirar a parte de su personal y, a la Unión Africana, a suspender a Sudán como país miembro hasta que haya «una autoridad de transición liderada por civiles». Así llegó el golpe militar del que ya hemos hablado y la gente en las calles continuó con la desobediencia. Hasta hoy. La inestabilidad es obvia y palpable, al igual que la inseguridad y los conflictos, que continúan. Podemos seguir exponiendo cifras: 113 personas asesinadas en las manifestaciones desde octubre, 400.000 muertas y dos millones de desplazadas en Darfur… Y se nos ponen los pelos de punta.
Sin embargo, después aparecen las terribles imágenes de Melilla y el presidente del «gobierno más progresista de la historia» y de «una democracia plena» califica la actuación de las fuerzas de seguridad marroquíes y españolas como un asalto «bien resuelto» y destaca la labor de las fuerzas en Melilla hablando de su «extraordinario trabajo». Poco importa si en realidad vio las imágenes o no. Al fin y al cabo, es el pan de cada día y Sudán es solo uno de los países africanos que viven situaciones como las explicadas aquí. La verdad es que les importa bien poco de dónde vengan mientras el país en cuestión no suponga nada para ellos.
Artículo original en Nueva Revolución el 14/07/2022, como parte de la sección 30 días, 30 voces.