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A Israel se le está permitiendo rebasar todas las líneas rojas a un nivel que no se le ha permitido a ningún otro país, con el peligro que esto conlleva.

Más de 33.000 personas han sido asesinadas en Gaza, ya sea directamente, a través de las bombas y las balas de soldados y francotiradores, o indirectamente, a través de una técnica tan antigua como devastadora: el hambre. Y sigue sin pasar nada. A Israel se le está permitiendo rebasar todas las líneas rojas a un nivel que no se le ha permitido a ningún otro país, con el peligro que esto conlleva. Mientras tanto, la ciudadanía mundial contempla insólita el genocidio, haciendo lo que puede para presionar a sus gobiernos, y nuestras potencias «democráticas» siguen tendiendo una alfombra roja al genocida.

Expresamos hoy aquí nuestro agotamiento, esa sensación de gritar en medio de un desierto en el que nadie parece escuchar. Pero no queremos claudicar, porque el pueblo palestino no se lo puede permitir y, desde donde estamos, es lo mínimo que podemos hacer. Por eso seguimos —y seguiremos— con esta sección de Voces palestinas, en la que rescatamos los testimonios de palestinas y palestinos, donde traducimos sus artículos para hacerlos llegar a un público más amplio.

En esta ocasión, el autor es Ali Alalem, estudiante de doctorado de Gaza en la Universidad de Alabama, cuya familia continúa en la Franja. Suyo era el primer artículo que publicamos en esta sección el pasado mes de enero —aunque fue escrito en diciembre—. En ese momento, Ali relataba la historia de la primera huida de su familia y expresaba el dolor y la impotencia de vivir el genocidio desde la distancia. Ahora sabemos que el pasado 31 de diciembre su hermano Muhammed fue víctima del fuego israelí mientras recogía agua. De esa sensación de «pérdida, impotencia, resentimiento, injusticia e incertidumbre» habla en esta ocasión, en un ensayo publicado el pasado 11 de marzo en AGNI, una revista literaria de la Universidad de Boston.

Lidiando con la vida y la muerte

Han pasado más de dos meses desde que mi hermano Muhammed fuera asesinado a sus treinta años por un bombardeo de artillería mientras él, su colega y su cuñado llenaban un pequeño tanque de agua en la azotea de su edificio en Deir al-Balah, una ciudad que Israel había declarado como segura para los civiles desplazados. No es habitual que me despierte a las 5 de la mañana para revisar mi teléfono, pero ese día, 31 de diciembre, salté ansiosamente de la cama para ver si había recibido algún mensaje de mi familia. Fue como si mi subconsciente recibiera una señal de que una persona querida para mí se había ido. Un mensaje de mi sobrino me preguntaba si sabía qué le había pasado a mi hermano. Inmediatamente me di cuenta de lo que quería decir, pero, para asegurarme, respondí: «¿Qué?» A lo que él respondió: «Que su alma descanse en paz». Una mano penetró en mi pecho y estrujó mi corazón sin piedad.

Me apresuré a llamar a mi madre, fingiendo compostura para calmarla, y lo único que ella dijo entre lágrimas fue: «Se ha ido a un lugar mejor. Reza por él». Es una frase que la mayoría de gazatíes pronuncian solo para escapar de la brutal realidad de la pérdida y la muerte, o quizás porque la vida se ha vuelto intolerable e indistinguible de la muerte. No es de extrañar que la última publicación de mi hermano en las redes sociales fuera: «Estamos lidiando con la vida y estamos lidiando con la muerte». Ese mismo día, un periodista hizo circular una fotografía de tres cadáveres con chalecos de seguridad de color naranja y cubiertos de sangre en un tejado junto a un tanque de agua. Reconocí fácilmente el cuerpo esbelto de mi hermano, su corte de pelo elegante, su ropa elegante. Hice zoom para comprobar si había perdido piel o alguna extremidad. Su cuerpo estaba intacto, yaciendo tranquilamente sobre el techo, obviamente resignado al final prematuro de su lucha con la vida y la muerte.

Ese espectáculo documentado no solo invade mi memoria de manera intrusiva y constante, sino que también suscita preguntas sin respuesta. Con todos los drones de vigilancia de alta tecnología que Israel ha desplegado en el cielo de Gaza, ¿no podrían haber observado que estos tres civiles llevaban chalecos de seguridad y trabajaban para una empresa de agua sin ánimo de lucro, especialmente teniendo en cuenta que en su enorme camión cisterna aparecían un nombre y un logo de sobra conocidos? Antes de dar la orden de exterminar a estos tres civiles sin motivo alguno, ¿no sabían que mi hermano podría estar casado? ¿No sabían que dejaría a una esposa y dos hijos pequeños sufriendo y luchando durante toda la vida? ¿No tuvieron en cuenta que, con la muerte de un miembro de la familia, el destino de toda una familia queda alterado y condenado? A veces me pregunto si fue artillería impulsada por inteligencia artificial programada para matar indiscriminadamente o soldados instruidos para asesinar a todo lo que se moviera.

Después de la pérdida de mi hermano, mi familia abandonó la casa de sus suegros y buscó otro refugio por tercera vez. Se mudaron a un lugar sin conexión a Internet ni servicios públicos, un lugar que está lejos de ser seguro, pero donde, al menos, pueden escapar de todo lo que les recuerda directamente el asesinato de mi hermano. No supe nada más de ellos durante dos meses, hasta que mi hermana logró llamarme hace una semana y me dijo que todavía estaban vivos, pero destrozados. Le pedí que me enviara una foto grupal, promesa que cumplió un par de días después de la llamada. Con la escasez de alimentos y el trauma persistente, todos parecían demacrados, desnutridos y pálidos. Es sorprendente que el hambre, un arma tradicional de las guerras antiguas, todavía se utilice para matanzas en masa en el siglo XXI. Amigos en Gaza me cuentan que los gatos callejeros están raquíticos y que los perros salvajes hambrientos comen cadáveres en descomposición porque ya no pueden encontrar restos de comida en la basura.

El destino de quienes, como yo, nos encontramos en el extranjero, es inseparable de la realidad de Gaza. La constante anticipación y preocupación me distraen de mi rendimiento diario y progreso académico. Vivo en un estado de pérdida, impotencia, resentimiento, injusticia e incertidumbre, lo que me mantiene en un abismo de abatimiento y trastorna las muchas opiniones e ideales que han impulsado mis pasiones. El daño genocida excede cualquier dato reportado sobre el número de muertos y la destrucción económica y de la propiedad, impregna lo invisible e incuantificable: nuestras esperanzas y sueños desvanecidos, las almas aplastadas, los corazones rotos, los horrores ineludibles grabados en la mente y la humanidad perdida.

Artículo original en Nueva Revolución el 07/04/2024.